Bigotes de nube
- Steff Acosta Pitta
- 20 ene
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 22 ene
Abrí los ojos por primera vez a los cinco días de nacido. Uno de mis hermanos, el último en salir del vientre de mi madre, se demoró hasta dos semanas. Nacer ciego y sordo, pero con la capacidad de guiarse a través del olfato, no es algo fácil para los humanos. Nosotros los perros poseemos el instinto. Aunque al sexto día apenas podía distinguir algunas luces y formas, a la tercera semana mi visión se volvió un poco menos borrosa y la claridad aumentó significativamente a partir de la cuarta. Después de dos meses, mi vista estaba completamente desarrollada y me encontraba listo para aprender a vivir como un cachorro independiente.
Esto no es algo que los humanos puedan lograr después de la misma cantidad de tiempo. Al contrario, ellos necesitan tanto, tanto tiempo para lograr sostener su cabeza, empezar a gatear, luego caminar, soltar ladridos de humano que signifiquen algo para sus iguales y, finalmente, sobrevivir sin la asistencia de otro ser humano más experimentado. Por todo lo antes mencionado, sé que los perros somos seres bastante afortunados. Existe una fuerza externa, quizás Dios o algo parecido, que nos equipa con garras, colmillos y un sentido del oído híper desarrollado para defendernos contra las inclemencias del entorno, aunque eso no nos vuelve inmunes a las enfermedades genéticas o las propias de una edad avanzada. Al menos en eso, nos parecemos mucho a las personas.
Por un lado, a lo largo del tiempo he escuchado a los humanos soltar frases como “estar solo como un perro”, “tener un día de perros” o “llevar una vida de perro” como si ser lo que soy fuera denigrante o despectivo. No me molesto, pues alguien que no nace como perro y vive como tal jamás comprendería lo que significa existir en este cuerpo y vivir bajo los preceptos de una naturaleza canina.
Por otro lado, muchas personas elogian a mi especie, nos llaman “el mejor amigo del hombre” y se esfuerzan por enaltecer algunas de nuestras virtudes como la fidelidad y el amor incondicional. Hay muchos que, en sus palabras, matarían, darían la vida por nosotros. Además, es muy común que en sus películas nos representen como seres valientes y osados tirando de trineos durante el frío invierno; vivimos como héroes, o esperamos pacientemente por un amo que jamás llega, alcanzando niveles de lealtad incomprensibles para la raza humana. Transformamos sus vidas miserables y las llenamos de esperanza; somos aliados y confidentes, guías y guardianes. Incluso inmortalizan nuestras figuras en grandes monumentos.
No obstante, la realidad es que muchos de nosotros los perros simplemente existimos. No cruzamos el polo norte ni estamos entrenados para guiar a los humanos invidentes, no rescatamos a nadie de entre los escombros ni recibimos premios o medallas. Tan solo permanecemos. Tal vez si los humanos permanecieran, si fueran más como los perros, pelearían menos y se esforzarían por comprenderse y amarse un poco más a ellos mismos y a sus pares.
Ahora que me encuentro lejos, en un plano muy diferente al de mis dueños, solo espero que, en algún momento, cuando sanen la tristeza de mi ausencia corpórea, logren dormir bien, comer bien y vivir bien. Sin embargo, también espero que recuerden el sonido de mis patitas muy temprano por la mañana, mis aullidos a la luna y mis ladridos hacia otros perritos tras la reja (porque siempre fui peleonero y celoso). Ojalá no olviden nunca la sensación de calor que desprendía mi cuerpo al ser acariciado, mi pecho subiendo y bajando después de haber comido en abundancia, mi barba plateada escurriendo cuando bebía de mi tazón después de una gran carrera, ni mis cejas prominentes que a veces terminaban por cubrirme por completo los ojos. En conjunto, todo aquello que me volvía una criatura mundana y especial al mismo tiempo. Deseo que en todos esos fragmentos de memorias cotidianas encuentren también la paz necesaria para pensar en mí con tierna melancolía.
Sé que mi partida a los seis años fue abrupta considerando que los humanos viven mucho más tiempo y que, en general, mi raza también. No obstante, todo en esta vida parece repentino o incluso injusto cuando es indeseable, y por ende es crucial aprender a lidiar con todo aquello que se escapa de nuestro control. Tal vez el asunto de mi partida sea el parteaguas de una profunda reflexión y contribuya a una mejor relación entre mis humanos. Una relación que se transforme en semilla con la esperanza de convertirse en una flor (o en varias), semejantes a las que brotarán del jardín donde mi forma corpórea fue enterrada. Pero estas son solo las especulaciones de un perro, y no me corresponde a mí volverlas realidad.
Sé bien que un universo de calma se expandía por su cuerpo cuando mis humanos me miraban a los ojos. Al menos pude brindarles paz y consuelo a los que conocí. Me hubiera gustado transmitir en su lenguaje todo lo que yo veía en los ojos de ellos también; a veces nublados por tribulaciones que yo conocía bastante bien. Otras, iluminados por alguna alegría contagiosa que invadía cada fibra de mi piel cuando me ponían mucha atención. Nunca pude hacerlo y quizás eso sea lo mejor. Después de todo, lo que transmitía con mi mirada debió tocar sus corazones de la misma manera, incluso en el silencio.
Yo estuve aquí. Existí. Cambié vidas, todas las que tenía que cambiar. Mi misión en este plano, y solo en este, ha terminado. Dejé mi huella, dulce y dolorosa a la vez. Seguiré flotando aquí donde no puedo ser visto ni escuchado por las personas (como yo cuando acababa de nacer), y donde sus narices inexpertas no puedan olfatearme tan bien como yo a ellas, pero de alguna forma sentirán mi presencia. Viviré en todos esos espacios que recorrí, en mis posesiones: mi caja, mi cobija, mi tazón, mi suéter, mi correa, mi casita de madera. Persistiré en objetos materiales que tardarán mucho en perder su forma original.
Finalmente, siento que al morir he descubierto y abrazado mi propia libertad y alcanzado la paz. Una paz de perro. Yo sé que esto no te brinda ningún consuelo. Está bien que pienses en mí, que me extrañes, pero ten presente esta certeza:
Ya no me asustan los truenos
en las noches de tormenta
ni los cuetes en invierno.
Me he vuelto un verdadero perro de caza.
Corro sin cansarme,
en donde no existe tal cosa como el tiempo
y atravieso praderas infinitas,
agitando mis bigotes de nube,
en busca de ratones de nube.

Comments