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La piedra en el fondo del pozo

  • Foto del escritor: Steff Acosta Pitta
    Steff Acosta Pitta
  • 27 nov 2024
  • 5 Min. de lectura

Conforme inicio la primera veintena de mi vida, empiezo a entender ciertas pequeñas peculiaridades de mi vida, aunque solo estoy hablando como si en realidad fuera a sobrevivir a una segunda o una tercera, tan segura de saberlo todo como si fuera Dios.

A propósito de esto, recuerdo que hace ya varios años, en un colegio católico, una profesora me preguntó si creía en él. Ella comprendía que todas debíamos tener nuestras dudas aún si fuimos matriculadas en un colegio de monjas. En aquel momento, para mí fue lo más natural decirle que si Dios existía era porque le habíamos dado forma y autoridad sobre nosotros dentro de nuestra propia mente. Al explicarlo, me sonrió abiertamente. En ese instante me convencí de que mi madre no me había mentido cuando me dijo:


“Hija, los seres humanos estamos muy solos, siempre lo hemos estado y por eso necesitamos algo en qué creer, algo sobre lo cual refugiarnos. Una fuerza lo suficientemente grande e incuestionable para aprender a vivir todos los días”.



De esta manera, y a través de los frescos que veía plasmados en los techos de las iglesias, corroboraba ese instinto a la adoración universal, el deseo y la fascinación que provocaba todo aquello que no podemos ver pero que crece como la maleza diariamente, en la selva de la mente. No obstante, jamás encontré paz ni tranquilidad en la vida comunal de la iglesia ni en las estatuillas perfectamente colocadas en cada esquina de esos santuarios. Tampoco estudié a fondo la Biblia, a pesar de mi amor por las historias que se inspiraron de ella. A decir verdad, en ese momento de mi adolescencia yo sólo encontré a Dios en la sonrisa comprensiva de mi maestra, pero nunca en las misas ni en los rosarios, ni en las festividades del adviento o en la confesión y la comunión.


“Lo has entendido bien, así que vives en calma conociendo la verdad”. Eso fue lo que me respondió. Si las religiosas del colegio se hubiesen enterado de esta charla, seguramente la habrían despedido. Después de todo, existe en la honestidad de algunas personas algo muy agudo e inquietante que nos genera reprobación y enciende en nuestros corazones un hambre de castigo.


Una parte de mí reconoce a Dios porque existen cosas en la naturaleza para las que no encuentro ninguna explicación. Miro al cielo y no encuentro ninguna explicación. Miro a las estrellas y no encuentro ninguna explicación. Por supuesto que las hay, existen. Es solo que no quiero encontrarlas. En la escuela te instruyen para que entiendas por qué razón el cielo es azul y cómo se forman, viven y mueren, las estrellas del Universo. Al final del día siempre terminaba con la cabeza repleta de cosas nuevas, pero me molestaba mucho perder el asombro por casi todo, por aburrirme de casi todo, tras conocer la verdad. Y es que, en el fondo, creo que es muy triste conformarse con la realidad que se esconde, llana y opaca, sin mucha gracia en los objetos del mundo. Con el tiempo descubrí que me ocurría lo mismo con todas las personas. Carecía totalmente de la sorpresa, la intriga y el interés que trae consigo la interacción humana y eso siempre me hizo sentir aislada del resto.


Tras innumerables cavilaciones, llegué a la conclusión de que no era yo una existencia difícil de comprender o una manzana que se había caído del árbol sólo para echarse a perder, como en algunas ocasiones solía decir la directora del colegio aludiendo a las buscapleitos. La verdad es que siempre he sido bastante ordinaria. No tengo nada especial. Simplemente he experimentado grandes dificultades para conectar con la gente porque paso demasiado tiempo hundida en historias que no me pertenecen, disfrutando del desarrollo de los eventos cargados de tragedia y comedia. Una simple espectadora amante de la ficción. Sin duda, de esta manera, el asiento más cómodo me pertenece solo a mí porque después de haber vivido con tanta ligereza en el corazón, es muy difícil ponerse de pie y echar a andar por la historia de uno, en el mundo real.


Hace ya muchos años que no veo a mi maestra de Conchita, pero llevo muy grabada en la mente aquella charla y esa sonrisa. ¿Era ella la de la sonrisa? ¿O era Dios haciéndome ver que existe al decirme que no existe? ¿Él mismo se encargó de que negáramos su existencia y la calificáramos de una simple farsa producto de mentes afligidas y solitarias? ¿Será que al descubrirme afligida y solitaria frente a la vida, yo también necesitaba creer en Él?


Mi yo de trece años anhelaba con desesperación ser protegida y defendida por Dios cuando fui objeto de acoso en la escuela. Estaba segura de que dentro de cada uno de esos rostros que se parecían al mío, esos rostros que no eran de niña, pero tampoco de mujer, existía una piedad que pronto habría de manar para aliviarme el corazón, que pronto sería aceptada de buen grado en ese mundo donde necesitaba encajar. Sin embargo, descubrí que esperar porque Dios me rescatase era una tarea agotadora y llena de desesperanza. Dios nunca llegó a mí a través de la oración o las personas. El mundo es así, me dije. Dios nos abandona. Tuve estos pensamientos mientras abordaba el autobús de regreso a mi casa un día especialmente malo.


Pensé que había aceptado la partida de Dios con calma hasta que giré cabeza hacia la ventana intentando no llorar en el transporte público. Dios me miraba piadoso, a través del cristal donde se reflejaba el rostro de una niña de trece años. Esperaba recibir tan desesperadamente la piedad de las personas que había olvidado ser piadosa conmigo misma. Aceptarme débil, herida, harta de seguir existiendo.


No le hablé nunca a mi madre de los problemas que enfrentaba en la escuela, esperando poder resolver las dificultades que se me presentaban usando mi ingenio, aprendiendo a vivir entre aquellas personas de mi edad que me parecían inalcanzables. No tenía el valor para confesarle lo difícil que era salir de mi cama todas las mañanas y ponerme el uniforme. Respirar. Ser optimista. Enfrentarme a los comentarios hirientes, al ostracismo. Así, religiosamente, como las oraciones matutinas en el patio cinco días por semana.


Un Dios te salve María ¿Y a mí?


El señor es contigo ¿También lo sería conmigo?


Ese día, a través de la ventana del autobús, seguro que Dios me perdonó por no reconocerlo antes en mi rostro compungido. Cargada de tristeza y soledad, en mi pecho yo había edificado un pozo de dudosa profundidad. Nunca lancé una piedra para comprobar cuánto tardaba en alcanzar el final. Sin embargo, un buen día, finalmente una piedra fue lanzada y llegó al fondo sin problemas, dejando tras de sí el fantasma de las ondas propagadas en un agua turbia y fría. Dios lanzó esa piedra y yo le di las gracias. Yo tenía un límite, y soportar las penas en soledad no me convertía en alguien mejor que un mártir. Tampoco me iba a ir al cielo solo por vivir evitando el conflicto y llorando en el baño durante el receso.

 

Desde que descubrí el fondo de mi pozo ese día he decidido no pedirle nada más al Dios católico y tampoco hablo con él. No participo de la vida religiosa; pero no me siento remotamente lejana ni abandonada a mi suerte. Tampoco sufro. Desde que me reconcilié con mi idea de Dios, me convencí de que al final del día siempre quiero irme a dormir pensando que he vivido de la mejor manera posible. Esa forma ideal no tiene que ser la más pura o la más productiva, tampoco la más bondadosa, sino la más sincera. Una donde por lo menos pueda ser yo misma sin engañarme ni preocuparme, porque hoy no fui lo que esperaban de mí.


Por esa razón, todos los días, si bien no siempre despierto entusiasmada y llena de energía, deseo vivir con dignidad y encontrarme a mí misma donde me haga falta: en el pozo, en la piedra, o en Dios.



La Sirenita (2022)- Benjamin Lacombe

 
 
 

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