El árbol de Navidad
- Steff Acosta Pitta
- 25 dic 2024
- 6 Min. de lectura
Tu sonrisa de oreja a oreja mientras decorabas el árbol de Navidad es una de las cosas que no he podido olvidar. Se mantiene en mi memoria como una fotografía que nunca quise enmarcar por temor a revivirla cada vez que mi mirada se desviara hacia ella. No sé por qué casi siempre escribo sobre ti cuando estabas vivo y sobre ti después de que hubieras muerto al mismo tiempo. En todo caso, a pesar de que siempre ponías especial empeño en elegir unas buenas esferas, una serie de luces y el pino más bonito de todos, cuando moriste ya nadie volvió a colocar un árbol de Navidad en nuestra casa y eso se sintió como ocultar que alguna vez exististe en alguna parte.
Me di cuenta de lo ordinaria que se vuelve la pérdida cuando dejó de importarme aquel hueco vacío cada Navidad. Sobre cómo es que un vacío se convirtió en costumbre, eso es algo que no lograba comprender. Con el tiempo llegué a la conclusión de que en esa esquina reservada para el árbol también debías estar tú y decidí ignorarte. A veces pienso que dentro de cada esfera debían esconderse tus sueños de niño, tus esperanzas, tus alegrías y tus anhelos sobre el futuro y yo ahora no tenía ni sueños, ni esperanzas, ni alegrías, mucho menos anhelos sobre mi futuro.
Aquel pesimismo me rompía por dentro, así que después de diez Navidades sin un árbol, después de diez Navidades sin ti, apareció frente a mí un penoso conjunto de ramas quebradas y esferas colocadas al azar por aquí y por allá. Yo había pasado algunos días fuera de casa, así que cuando llegué y lo encontré en esa esquina fantasma, retrocedí de inmediato. Era un hecho indiscutible: ese árbol artificial estaba allí y me pedía, no, me exigía que le reparase. Sola en la sala me eché a llorar. Odiaba los pinos de Navidad porque me recordaban tu ausencia. Incluso si subiera las escaleras y te buscara en tu habitación tú no ibas a estar. Otra persona habría dejado el árbol ahí y eso me resultada insoportable.
Ajeno a mi indignación, el árbol reposaba sobre su base de plástico, pobremente adornado, con algunas ramas completamente chuecas prueba de una falta de esmero, lucía deplorable. Seguramente, si lo hubieras visto, te habrías echado a llorar como yo. Nunca había colocado ni decorado un árbol de Navidad yo sola. Recordé que cuando estabas vivo tú hacías todo el trabajo, nadie te ayudaba. Yo era demasiado pequeña para ayudarte y siempre rompía las esferas, por lo que terminaba siendo un estorbo la mayoría del tiempo. Sin embargo, hoy experimenté por primera vez el arduo trabajo, el tiempo y el cansancio que pesa sobre los hombros llevar a cabo esta especie de ritual llamada decoración del árbol navideño.
La abuela llegó al poco tiempo de comenzar mi tarea y me soltó todo tipo de excusas para que me detuviera, para que dejara al deplorable árbol de Navidad como estaba porque, de todas maneras, debido a la próxima operación de un familiar ya no estaríamos en casa la noche de Navidad. Me negué rotundamente y coloqué el árbol como “el abuelo mandaba”. Si, en primer lugar, a causa de un cierto número de coincidencias ese árbol había aterrizado en la sala de la casa, entonces yo debía hacerme cargo hasta el final. No invertiría mi tiempo en hacer feliz a mis primos pequeños, ni siquiera a mi abuela o a mis padres. Yo estaba decorando ese pino para alegrar mi propio corazón. Después de todo, yo soy del tipo de persona que nunca hace algo por los demás. Esa persona eras tú, pero ya no existes y jamás podrías ver cómo intento continuar existiendo yo.
A pesar de eso, tengo fe; y si algo como el cielo de verdad existe, deposito mis esperanzas en que, de algún modo, te enterarás del árbol.
Mientras separaba las ramas artificiales, tenía muchas ganas de llorar otra vez. Caí en la cuenta de que mi espíritu era realmente débil, de que me aferraba a una felicidad momentánea como si fuera mi última oportunidad para alcanzarte, abuelo, para volver al pasado por breves instantes y acurrucarme en tu regazo como un gato gordo y mimado. Con todo, la verdad es que habían pasado dieciséis años desde que te pasaba una esfera tras otra y tú las cogías, así, una tras otra, para hacerme sonreír.
Cuando terminé de decorar el árbol encendí las luces y contemplé mi trabajo por unos momentos. El árbol de Navidad frente a mí no era distinto de otros árboles, era más bien común y le faltaban un montón de adornos. Algunos focos no servían y definitivamente algunas ramas estaban mal distribuidas. No obstante, yo estaba feliz y satisfecha por haberlo terminado. Ese árbol era igual de imperfecto que yo, y le lloré tanto mientras lo armaba que seguramente una parte de mí se había quedado en él y no desaparecería hasta que decidiera retraer sus ramas para hacerlo encajar en su caja y ocultarlo (como mi corazón), hasta la próxima Navidad.
Sin duda alguna, el próximo año volveré a colocar este árbol de Navidad. Sola, como tú, como si con eso quisiera probarme a mí misma que he cambiado, que me he vuelto una persona más fuerte. Aún si la abuela pierde la esperanza y se le inunda la mirada de tristeza, yo de algún modo traeré de vuelta esa sonrisa satisfecha que te dedicaba a ti cuando el árbol estaba completo.
Cosas como “el espíritu navideño” no figuran en mi mente desde que he sido una niña, pero siempre he creído que todos los seres humanos nos purificamos el alma con cosas tan absurdas como poner un árbol de Navidad. Todo se solucionará en Navidad. Tal vez cuando los años pasen y tenga nietos yo les enseñe, al igual que tú me enseñaste a mí, a colocar un árbol de Navidad. Creo que de esa forma me convenceré de que una parte de ti ha pasado a mí como una herencia del espíritu, como el nexo que une a los abuelos y a los nietos y de esa forma viviremos para siempre dentro de una esfera. Nos reiremos cuando se rompa, cuando nos hagamos añicos y nos dispersemos en miles de destellos plateados, consumidos en el recuerdo de un invierno helado.
Ahora que han transcurrido once años desde que escribí lo anterior, mi perspectiva sobre el ritual del árbol de Navidad evolucionó. Para empezar, este año pude experimentar, por primera vez, colocar el árbol en compañía. Ni siquiera tuve oportunidad de sentirme ofuscada por mis propios pensamientos y remanentes de sentimientos antiguos. Esta vez me encontraba con otra persona que, al igual que yo, decoraba su propio árbol de Navidad y con quien intercambiaba algunas palabras mientras escuchábamos la música que nos gusta.
Yo estaba en mi propio hogar, en compañía de alguien que también quería estarlo. Al notar la cantidad de decoraciones que había compartido conmigo y notar ese brillo en sus ojos, entendí que esta festividad también le hacía ilusión. Tal vez en el pasado también había experimentado algunos desaires, se marchaba a la cama con el corazón compungido pensando si su Navidad pudo ser mejor, si su vida podía ser mejor, pero no tengo certeza de su sentir. De lo que sí estoy muy segura, es de que ni siquiera los malos recuerdos había sido suficientes para quebrar su espíritu por la Navidad permanecía intacto.
Al terminar de decorar nuestros pinos, se sintió como habernos adornado (o reparado) a nosotras mismas. Nuestras mascotas, un gato y un conejo que lejos están de ser simplemente eso, permanecían cada cual en espacios distintos. Son como nosotras, pienso. Con distintos tipos de apego, manías y costumbres extrañas. Solo los cogimos para tomarnos algunas fotos necesarias para inmortalizar el momento, aunque se estresaran un poco durante el proceso.
Durante la velada, compartí algunos pensamientos que me invaden cuando contemplo a mi conejo y me doy cuenta de que ningún otro ser despierta en mi corazón una ternura y una entrega tan grande. Algunas veces me invaden sentimientos complejos y pienso que reencarnar un animal sería maravilloso. Si en mi próxima vida renaciera en un conejo doméstico, dentro de un hogar similar o mejor al que estoy construyendo yo ¡qué dichosa me sentiría! A fin de cuentas, aún vive en mi interior esta quemazón por ser amada solo por existir. Quizás ella se sienta igual que yo.
Dieron las 12 y no nos dimos cuenta. Agradecí el sentimiento que me produjo ser ignorante del tiempo y solo disfrutar la espontaneidad de aquel instante con el estómago lleno y un brindis sin largos discursos ni parafernalias. En aquel momento me llegó a la mente una frase con la que mi terapeuta se despidió de mí durante mi última sesión del año: Esta Navidad, todos estarán donde deban estar.
Por supuesto, esto no tiene nada que ver con rechazar o aceptar a ciertas personas en mi vida o con amarlas más o menos que otras, sino con elegir libremente cómo quiero construir mis recuerdos y cómo quiero sentirme cuando me invada la nostalgia. Por eso sé que a partir de esta Navidad seré capaz de encapsular en mi propia esfera todo lo que siempre he anhelado: tranquilidad a través de los ojos de Arashi, paz que se extienda a través de las yemas de mis dedos al tocar su suave pelaje y una seguridad que se propague como el fuego en un hogar que se sienta mío, donde una chimenea se encienda siempre que comience a sentir frío.
Árbol de Navidad (2013)

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