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El hombre que perdía sus palabras

  • Innersteff
  • 26 abr 2022
  • 7 Min. de lectura

Actualizado: 24 ene 2023

Algunas veces, a la mitad de sus discursos más elocuentes, solía olvidar algunas palabras.


En ocasiones la búsqueda de la palabra correcta le llevaba varios minutos. Intentaba reemplazarla por alguna que se le asemejara en la forma o el significado, escarbando con algo de frustración en los límites de su memoria. Nunca me pareció particularmente molesto ese aspecto de su personalidad a pesar de que yo no soy lo que se dice una persona de infinita paciencia. Si bien esto podía transformarse en una dificultad para nuestra comunicación, algunas veces lograba ayudarle a encontrar las palabras que buscaba con gran vehemencia.


Ocurría por aquel entonces, entre nosotros, algo muy curioso. En realidad muy pocas veces alcanzaba yo a acertar con la palabra deseada. Así que a falta de una mejor, él terminaba usando mi sugerencia y concluía sus explicaciones. Yo era consciente de que las palabras que le proporcionaba no eran las que él quería usar. Tampoco era algo difícil de notar. Fruncía el ceño y los labios, ligeramente confundido, a veces frustrado. Esa frustración me alcanzaba a mí y yo terminaba agilizando mi léxico mental para encontrar la respuesta.


Una parte de mí estaba dispuesta a deshacer todos los nudos de su pensamiento como si de una bola de estambre se tratase. La madeja era enorme, aquello definitivamente no era mi obligación, pero me sentía tan bien de creer que así nuestras mentes estaban firmemente conectadas, que pertenecíamos a las raíces del mismo árbol de ideas y nuestras ramas y hojas constituían pensamientos compartidos que, a sabiendas de que era ridículo creer que fuéramos algo tan complejo, yo todavía era lo suficientemente audaz al respecto.


Después de varios intentos, y tras fracasar en mis intentos por encontrar las palabras que se le escapaban de la garganta a mitad de camino, él cedía casi siempre a mis opciones. Quizás era muy bochornoso para él permanecer más tiempo rebuscando en el pajar de su memoria todos esos fragmentos que le daban forma a sus ideas. Tal vez temía perder la atención de la gente o su propia concentración en lo que solía relatar cuando se extendía en sus argumentos sin hallar la palabra precisa. Quién sabe. Estas no son más que meras especulaciones mías. Nunca supe con certeza lo que pensaba, mucho menos lo que sentía realmente.


Aunque me encantan los diversos aspectos del lenguaje, no es como que yo no tenga dificultades para el discurso. Las tengo todo el tiempo al hablar de lo que siento y tratando de explicarlo a otros. Me doy cuenta por la manera tan pobre en la que conecto una idea con la otra, algo que no me sucede tanto al plasmar mis ideas de manera escrita, donde puedo corregir o eliminar fragmentos irrelevantes y pasarme todo el tiempo del mundo pensando en la mejor manera de desmenuzar y expresar lo que ocurre en mi cerebro, y en mi alma. He pasado muchos años de mi vida sin comunicarme de manera efectiva, a pesar de ser el tipo de persona que no se calla jamás.


Así que por eso creo que entendía un poco la dificultad del hombre que perdía sus palabras. Solía perderme yo también en el laberinto intrincado de sus discursos todos los días a cualquier hora. Cuando escuchaba en silencio sus relatos, casi siempre durante la noche, me imaginaba que todas sus ideas eran como puntas de flecha disparadas hacia todas direcciones, intentando dar en un blanco invisible para mí: un mar de oraciones sin concluir.


Reflexionaba mucho respecto a las palabras que el hombre olvidaba y, en ocasiones, mucho tiempo después de la charla, yo me seguía preguntando qué es lo que él quería decir en tal o cual momento cuando perdía sus palabras, sin mucho éxito ¿Habría servido de algo agacharme yo también en ese pajar o sentarme a desenredar la madeja de hilos de su cabeza un poco más? Probablemente no. Nada habría cambiado.


Ahora ya solo me invade un poco la melancolía de los tiempos pasados. Esos segundos donde se avergonzaba ligeramente o descubría la impotencia reflejada en sus en sus ojos y él enseguida murmuraba por lo bajo.


“¿Cómo se dice?….”


“Se me acaba de olvidar esta palabra…”


“Ya la tenía en la mente”


“Se me fue”.


“Bueno, tú me entiendes”.


No siempre lograba seguir su tren de pensamiento. Por otro lado, comprendía hasta cierto punto que era imposible entender todas sus ideas o el humor extraño que utilizaba y vivía en paz con esas diferencias nuestras. Después de todo compartíamos cosas que poco o nada tenían que ver con las palabras. No obstante, hace poco me di cuenta de lo necesarias que eran para mí todas esas palabras perdidas. Incluso si estaban revueltas, si resultaban incoherentes, deseaba con ahínco recibirlas todas. Poco o nada me importaban las palabras de los otros en aquel entonces. Yo solo podía pensar en las suyas.


Sentía que ese hombre, aunque perdía todo el tiempo sus palabras, en realidad se esforzaba mucho por recolectar las más precisas, armaba cuidadosamente un discurso para prodigarme de todo lo que yo le pedía, lo decoraba y lo revisaba miles de veces, poco o nada convencido de comunicar con exactitud sus pensamientos, sus sentimientos. Colocaba con mucho cuidado todos los sustantivos, los verbos, las conjunciones y preposiciones correctas como si fueran naipes en una torre ambiciosamente alta y quería obsequiarme el fruto de su ingenio pero final nunca podía. Sus dedos siempre temblaban sobre la última carta y la torre de naipes se derrumbaba en un instante.


Cabe la posibilidad de que él buscara otros medios, atrapara sus palabras en una red de papel y decidiera plasmar lo que sentía con tinta, así podría sellarlas para siempre, podrían pertenecerme, durarían más de lo que duraríamos nosotros. Sí, mucho más de lo que duraríamos nosotros. Por eso anhelé tanto sus cartas. “Así jamás perderás tus palabras y yo te recordaré toda la vida”, quería decirle. Tampoco pude hacer eso.


Al día de hoy me pregunto si aún se acordará de las palabras más importantes que alguna vez nos atravesaron a los dos. Yo he vivido todo este tiempo entre periodos de olvido y recuerdo voluntario e involuntario por igual. A veces feliz, a veces triste. A veces tibio, a veces frío. Las palabras ridículas y divertidas permanecen intactas, intensas.


Sin embargo, irónicamente me he ido convirtiendo en la mujer que pierde sus palabras también. Enfrento frecuentemente ese angustioso momento de recordar una palabra y no lograrlo nunca. Me he sentado frente a la tinta y el papel con la mente en blanco para confrontar lo que llevo dentro y hacer las paces con mi inseguridad sin éxito muchas veces. Pero hoy, de repente, las palabras regresaron a mí como una fuerte lluvia en medio de un largo y tormentoso periodo de sequía mental. Habían permanecido bloqueadas por mucho tiempo.


En mis años más brillantes solía pasarme las noches en vela escribiendo las historias más ingenuas e inmaduras pero también las más auténticas. Por eso sufrí mucho cuando llegada a los 20 ya casi no podía escribir. Las palabras de mi boca podían fluir, perezosas y lentas o a veces veloces y atinadas pero las palabras de mi corazón llevaban ya 10 años perdidas. Me pregunto si así debe sentirse en algunos momentos el hombre que perdía sus palabras también. Me pregunto si ya las encontró todas o por lo menos una parte o si de vez en cuando no logra recordar todo lo que quiere decir, se ríe un poco avergonzado e intenta seguir hablando con seguridad pero con un poco de impotencia en el interior.


Poder darle siempre un nombre a las cosas, conocer su orden lógico de mención, el discurso fluido de alguien que domina el arte de la comunicación oral como si hubiera sido dotado de una característica nata. Todos estos son aspectos sobre los cuales creía que nos encontrábamos igual de carentes ¿Estaba acaso yo en busca de alguien con las mismas dificultades para transmitir con el objetivo de sentirme más acompañada en esta soledad? Es posible.


Sigo sin recuperar todas mis palabras y de recordar, aunque escaso e inexperto, el discurso que hervía ansiosamente en mi mente y que explotaba constantemente en infinidad de líneas de texto durante mi adolescencia. Pero es que han pasado tantas situaciones a lo largo de esta década que he llegado a pensar, en mis momentos de mayor desánimo, que las palabras ya no tienen mucho caso. Pierdo la esperanza constantemente, abandono mi propia madeja de estambre, me canso de hurgar en mi pajar. Tenía tanto entusiasmo por ayudar a encontrar palabras de aquel hombre que me olvidé de las mías.


Hallar sus palabras, aunque no me pertenecieran realmente, constituían en mi mente un logro mutuo. La incapacidad de transmitir me era concedida por breves instantes a través de él. Al lograrlo podía olvidarme de todas esas veces que yo misma no pude decir que amaba o que odiaba algo con toda mi alma sin temor al rechazo, al prejuicio, al abandono. Podía olvidarme de sellar mis labios y dejar escapar todas esas frases que exponía mi vulnerabilidad en una charola para que la gente me viera de verdad.


Ya no me avergüenza aceptar que quería coleccionar absolutamente todas las palabras que se le perdían a aquel hombre y guardarlas en mis anaqueles vacíos para contemplarlas cada vez que me sintiera sin rumbo. Para recordarme que estos ya no estaban vacíos ¿Cómo se sentirá el hombre que perdía sus palabras si supiera todas estas cosas? ¿Se alegraría, se enfadaría? ¿Pensaría que soy egoísta por no querer devolverle sus palabras, palabras que quizás no quería regalarme a mí?


A lo largo de mi vida he ido recolectando varias palabras precisas de mi autoría incluso si no las he logrado decir en los momentos adecuados pero las he mantenido conmigo y de vez en cuando se me escapan con algunas personas. Son frases cortas pero cargadas de mucho sentimiento. Aunque aún tengo recuerdos del laberinto de palabras entrecortadas y los mensajes incompletos de aquel hombre, en algunos momentos una espesa niebla me empaña la mente y ya no puedo recordar el momento, las pausas exactas, los movimientos de la boca al articular cada sonido o el timbre de su voz.


A lo mejor con el tiempo las frases que nos dijimos se desbaratan, el énfasis que les pusimos disminuya gradualmente, el tono cambie a uno más plano y monótono, la pronunciación de nuestros labios se vuelva casi imperceptible y finalmente la intención y los significados detrás de todas ellas desaparezcan debido al peso y al paso del tiempo, y también a una natural y progresiva pérdida de la memoria.


Me pregunto si le pasará lo mismo a él y si al final era solo cuestión de tiempo para llegar al momento en el que todo concluye, como una vieja estación de radio que ha dejado de transmitir y ya solo permanece la marcada huella de su existencia, sin palabras, sin sonidos, tan solo la sombra de un ininteligible ruido.








 
 
 

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