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La familia es como una taza de café

  • Foto del escritor: Steff Acosta Pitta
    Steff Acosta Pitta
  • 26 oct 2022
  • 8 Min. de lectura

 "Todas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada"

(Leon Tolstoi, 1877)




Hay tantos millones de tazas en el mundo como seres humanos sobre la Tierra. Las hay de todas las formas, tamaños y colores. Sin importar el material del cual estén elaboradas, las tazas sirven para el mismo fin. No obstante, a pesar de que ninguna taza es idéntica a otra existe algo aún más especial que las distingue unas de otras, y con esto me refiero al contenido: el café.

Dentro de cada familia hay una esencia única, irremplazable. Cierto es que no hay un café con idéntico sabor a otro. El grano molido, listo para mezclarse con la cantidad deseada de agua hervida, el estado sólido de los grumos del café que se disuelven y, posteriormente, la fragancia que se desprende de cada taza humeante lista para ser bebida es diferente.

No he probado en toda mi vida dos tazas de café con idéntico sabor. Éste varía de acuerdo a una serie de características especiales e irrepetibles. Incluso el café elaborado por las mismas manos no es preparado de idéntica forma dos veces. Por la mañana, por la noche, en días de cielos despejados y otros seducidos por la lluvia; el café tiene algo de tristeza, de melancolía, de recuerdos y de amor arrebatado.

Sobre todo de amor arrebatado.

Las manos que lo preparan bien pueden ser las de un empleado de medio turno en un café solitario y aburrido, las de una amorosa ama de casa o un anciano duro y cansado. Puede prepararse en ambientes gélidos como una cocina mugrosa y solitaria, o pulcra e iluminada. En una cafetería de mal gusto, polvorienta y triste o en una atestada de gente, de brillo y de música que invita a la felicidad. De esta manera, puedes disfrutar de un café hecho con especial cuidado, con desgana, con cansancio, con esperanza, con frustración, con optimismo, enfado y alegría; pero incluso si todas estas características de estado anímico pueden no producir un efecto en las papilas de quien lo bebe, lo cierto es que cada quien deja una historia diferente en esa taza de café.

Lo que lo vuelve único e irrepetible es justamente toda esa telaraña de sentimientos encontrados, de humanidad. Uno es apenas capaz de percibir borrosamente su rostro reflejado en un café negro porque dentro hay una cantidad inmensa de pasiones que no pueden ser comprendidas al instante.

Por eso creo fervientemente que la familia es como una taza de café.

Yo no había sido capaz de sorber del café de mi familia hasta el día de hoy.

Para disfrutar de mis padres, del café de mis dos padres, tenían que transcurrir dos décadas desde el origen de mi existencia hasta el momento en el que disfrutáramos, los tres juntos y alrededor de una mesa, de nuestra humeante taza durante una nublada tarde de junio después de la comida.

Las características necesarias para este encuentro tenían que ver con toda una serie de desamores, divorcios, distancias, reencuentros y perdones; una cadena de amor, odio y finalmente amistad. En este período de casi veinte años el café se había asentado y adoptado esa coloración oscura, lista para el primer contacto con nuestras lenguas sedientas.

Hoy comprendí que los tres estábamos sedientos de familia.

Nuestras vidas habían discurrido y habíamos probado de otras tazas de café que la vida nos había ofrecido en las cafeterías del tiempo. Todas las tazas que me habían ofrecidos estaban llenas de parches para el corazón, de parches de madre y de padre. Le habían añadido azúcar y una cucharilla pequeña a mi taza para que sorbiera el líquido sin quemarme la lengua.

Alguien me había ofrecido ese café de familia del cual había carecido por situaciones adversas pero necesarias para que la reunión de hoy fuera posible. Porque muchas personas me obsequiaron ese café de familia, me siento bendecida.

En este mundo no puedo sentirme como un terrón de azúcar mas bien amargo vagando en el fondo de una taza de café. Después de todo había construido en mi cabeza la más grande de las fatalidades, creyendo que mi taza estaba repleta del café más amargo de todo el mundo.

Dentro de mis fatalidades, me había sentado sola en una vieja silla llena de recuerdos vagos y deprimentes de una hija sin padres, en una cafetería de mala muerte donde no había ventanas ni sonrisas. Al principio nadie se sentó conmigo ni me habló de sus sentimientos, nadie sostuvo mi mano ni prolongó el contacto en tiernas caricias; mucho menos me entregó una taza llena de amor. Yo misma debía servirme del café más amargo del mundo porque no tenía padres que llenaran mi taza.

Esos eran los sentimientos que me producía beber del café más amargo del mundo. Sin embargo, todo esto no era más que estupideces dentro de mi cabeza y yo nunca había entrado en una cafetería de tales características. Mi descripción era infundada y completamente falsa. Yo había disfrutado de las cafeterías más hermosas de todo el mundo, esas de mullidos sillones y tazas de colores. Me habían atendido como a una verdadera princesa, ofreciéndome otra taza cada vez que me terminaba una. La gente se arremolinaba a mi alrededor esperando tomarse una taza conmigo. No podía concebir una forma más ególatra de pasar mi tiempo que disfrutando de esas manos que acariciaban las mías y esas tazas de café incluso si ya no tenía sed. Creo que por esa razón he sido bendecida con la más grande de las suertes que solo el dios del café es capaz de otorgar.

Así que, frente a mí, hay una taza llena de todas estas cavilaciones y mis deseos más egoístas. Me sorprende que no se derrame, que contenga la cantidad exacta de café para ser bebido. La acerco a mis labios y siento el calor acariciarme la nariz. El aroma es imposible de describir. Sé que la atmósfera del exterior es perfecta, que esas dos personas colocadas una en frente de la otra en esa mesa redonda y yo justo en medio de las dos complementan el escenario que el dios del café tenía preparado para mí.

Hay un espacio en blanco, un salto en el tiempo entre ese hombre y esa mujer que son mis padres. Ese salto en el tiempo debo ser yo. Las cosas que han cambiado, las experiencias que han vivido, hay una serie de granos de café llenos de recuerdos entre las personas que están frente a mí, imposibles de contar. Para que yo pudiera disfrutar de esta atmósfera y del café, ellos dos debieron unirse como el agua hirviendo y el café molido para darme la vida. Para lograrlo, debí vivir durante nueve meses dentro de una taza de café que me mantuvo caliente hasta que la vida se decidió a beberme, por ser la cosa más natural de este mundo.

Mis padres se miran. Como la negrura del líquido embriagante de mi recipiente, sé que hay muchas historias perdidas entre azucareras vacías, cucharillas descansando sobre un plato pequeño y muchas tazas de café a medio terminar.

Los labios rojos de mi madre dejan marcas en el borde de su taza.

Es cierto, también hubieron besos de café impresos en sus respectivas tazas, tantos como los granos de café a punto de ser molidos en el mundo.

Miro fijamente mi propia taza. El contenido vertido en la porcelana debo ser yo misma. El dios de café me ofrecía beber de mí misma, aceptarme, aceptar a los dos individuos que se bebían a sí mismos con naturalidad desde hace cuarenta años. Yo había llegado a sus vidas cuando todavía eran dos tazas inexpertas que podían quebrarse con facilidad. Debían estar llenas de grietas, de vacíos terribles, pero luego de veinte años se habían vuelto tazas hermosas de las cuales me sentía orgullosa de formar parte.

Durante mucho tiempo había deseado nacer en circunstancias diferentes. Me hubiera encantado ser el producto de dos tazas expertas que permanecieran juntas, como tazas de pareja, durante toda la eternidad.

¡Qué cosa más estúpida!

Si esas tazas hubieran sido más expertas, más maduras, seguramente yo no estaría por beberme a mí misma en este momento. Seguramente sería alguien más, tal vez un chico, pero, de cualquier manera, esa sustancia turbia que me espera no sería yo.

Decido que ya es la hora de probarme a mí misma, de probar el resultado del agua hervida y el café; decido que es hora de aceptarme y aceptar mi propia historia. Mis labios se acercan nerviosos al borde de mi taza, estoy ansiosa. El calor me llena las fosas nasales y la fragancia no me da muchas pistas sobre lo que encontraré en el fondo.

Ya no tengo miedo, mis labios hacen contacto con la más ardiente de las sustancias jamás probadas. Mis papilas se agitan y reciben el café, nerviosas, ingenuas. El líquido se desliza por mi garganta hasta llegar a mi estómago. Ni por un segundo se ha separado de mí la sensación de calidez que me brinda el café caliente.

Me convenzo totalmente: no hay café más delicioso en este mundo.

Con cada sorbo, mi alma se deshace de las impurezas más terribles de mi existencia: los rencores lacerantes, las lágrimas que nunca lloré, la familia llena de tazas rotas, medio vacías, medio amargas, la falta de azúcar, las diferencias con el resto del mundo y esa sensación de no encajar en ninguna parte.

Después de todo, mi yo vuelta café se adaptaba perfectamente a la capacidad de la taza que mis padres habían creado para mí. Incluso si había grietas e imperfecciones, mi taza era mía, ideal para un ser en el mundo que jamás había aceptado por completo su existencia.

Ya estaba completa.

Mis padres me sonrieron confundidos, no conocían la profundidad de la taza que habían creado ni los secretos pensamientos que tenía sobre ellos en este momento.

Terminé mi taza de café y me serví otra, luego otra. Jamás me cansaría de este café. Me gusta tanto que podría echarme a llorar. Me gusta tanto que podría permanecer de esta forma hasta que mi cuerpo explotara y el calor del agua hirviendo me quemara la piel y el corazón.

Mi madre, mi padre y yo disfrutamos de nuestra taza de café hasta el final. Los pequeños grumos que se asentaron en el fondo del recipiente me sonrieron satisfechos. Es cierto, esos grumos eran yo. En las tazas de mis padres también había grumos que eran ellos. Decidí beberme mis grumos y los de ellos sin que se dieran cuenta. Estaba tan agradecida con ellos que me bebí hasta la última gota del café de sus tazas como símbolo de gratitud.

Porque ha sido esta sustancia el dulce nepente que me ha robado el sueño y me ha permitido ver la realidad, contemplar mi historia y aceptar mi existencia, estaré siempre en deuda con el dios del café. Si lo pienso un poco, del pecho de esa existencia sagrada debe manar una espesa sangre que le da esa coloración apasionada a los cafetos en estado de maduración. Tal vez esa actitud de sacrificio es lo que le otorga al café ese sabor característico, inconfundible, irremplazable. Por eso hay en las semillas tostadas y molidas del cafeto algo de místico, de ritual, que nos limpia y nos abraza el alma y el corazón a través de una taza de café.

Debe descansar, en tropicales y vastas tierras de la lejana Abisinia, sobre tiernos arbustos de pequeños frutos rojos y verdes, el dios del café. Sin duda alguna, cada mañana antes de que la humanidad abra sus ojos al mundo, él bendice todos y cada uno de los cafetos y los protege de “La Roya” –la terrible enfermedad del café, producto de nuestras propias amarguras– para traer a nuestra mesa una humeante taza del delicioso café de familia, el nexo que nos conecta con los dioses: El café de la vida.

Alice in Wonderland, Benjamin Lacombe (2018)


 
 
 

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