Los hijos del fuego
- Steff Acosta Pitta
- 5 ago 2021
- 3 Min. de lectura

Los hijos del fuego se han marchado. Los fieles buscaron otros sitios para vivir. Ya nadie viene a rezarnos. Las deidades hemos sido olvidadas. Las voces llenas de aprehensión llegaron a nosotros con el viento.
¡Hemos sido olvidados! ¡El hombre ha dicho adiós! Sus lágrimas y plegarias se congelan, ya no hay ofrendas en nuestros templos, el incienso se ha ido flotando en el aire para nunca volver.
Después de haber sido adorados por cientos de años el hombre había perdido la fe en nosotros porque las cosechas eran malas y el hambre crecía. El rumor de grandes riquezas en las ciudades se propagó como el musgo sobre nuestros cuerpos helados y pasamos duros inviernos hundidos en la más cruel de las soledades.
Era normal que se cansaran de nosotros. Las deidades no podemos conceder todos sus deseos. Lo que la Humanidad no ha descubierto es que el motor de todas las cosas ha sido, desde el principio, su Voluntad. Las buenas cosechas no eran solamente un obsequio de la lluvia, sino el resultado de arar la tierra con entusiasmo, de depositar delicadamente las semillas y recoger los frutos con gentileza, con amor, con agradecimiento. Pero el hombre quiere hacer las cosas rápido, vive en una carrera contra el tiempo donde no hay premios reales. Los herbicidas terminaron con los insectos. El mismo suelo se vio contaminado en sus adentros y los frutos nacieron enfermos, pequeños y descoloridos.
¿Por qué luchas contra el tiempo, humano? ¿Quién te has creído para soltarnos que “El tiempo es dinero y el dinero es el bienestar”? Ojalá que abrieras los ojos y te rociaras los herbicidas, que aspiraras directamente el humo de tus fábricas y bebieras del río donde derramas las sustancias que matan a nuestros hermanos los peces.
Sin darme cuenta, ya comienzas a fastidiarme. He comenzado lamentándome por tu ausencia pero ahora te odio. Ha sido bueno que te hayas marchado. Quién necesita de tus oraciones cuando has terminado con todo. El único milagro que esperamos es tu extinción y ni con ella pagarás el precio de las vidas que has arrancado.
Aunque mi pecho se hinche de coraje no soy más que una piedra. Una piedra esculpida por ti, cuando tu corazón era diferente y tus manos hábiles y afectuosas. Ahora has cedido ante las máquinas, tu ideal de perfección: la automatización. Ojalá comprendieras, humano, que lo único realmente perfecto es el cielo y la tierra, y que estás muy lejos de perfeccionarte en un mundo donde aplastas a todos e incluso declaras la guerra a los de tu misma especie. Y sin embargo, no puedo terminar de odiarte, hijo del fuego.
Eres una llama imparable que crepita sin cesar y me brinda calidez cuando, de casualidad, tropiezas conmigo, limpias mi musgo, incluso me tomas una foto, o simplemente me sonríes con nostalgia, como si te acordaras de todos los deseos que me pediste, de las metas que tuviste, cuando susurraste a mis oídos tus sentimientos más profundos y me hablaste de ser libre, de construir un mundo mejor para todos.
Eres extraño, humano.
Hay una especie de cáncer en ti muy difícil de eliminar: el retroceso. No obstante; así como las malas noticias, las caídas, las zambullidas en los abismos de la tristeza y la soledad quiebran tu espíritu, existe dentro de ti una luz vacilante, titilante pero indiscutible: la esperanza.
Aún si nosotros, figuras de piedra, jamás seremos humanos, aún si no podemos poner un pie delante de otro y echar a andar, aquí; hundidos en la tierra y con el musgo cubriendo nuestro rostros tenemos esperanza. Algún día los creyentes volverán. No importa si sólo vienen a pedirnos un favor, sin recibir ofrenda a cambio escucharemos con nuestros oídos divinos, atenderemos sus lamentos, sus preocupaciones, acogeremos sus manos en oración y abrazaremos sus espíritus.
Me mostrarás tu llama, hijo del fuego, me ofrecerás un poco de tu luz otra vez y recuperarás esa fe que creías perdida. Sin duda alguna te darás cuenta de que nosotros éramos, desde el principio, el recipiente de tu propia esperanza. Que fuimos creados por ti para elevar tu alma.
Algún día volverás, hijo del fuego, estoy seguro. Luego arderemos en el final del mundo, pero no para mal, no como un castigo. Arderemos y volveremos al origen, a tu origen. Después de todo yo no moriré hasta que el último hombre deje de creer, no en mí, sino en él.
¡Corre, corre, hijo del fuego!, y no te apagues nunca! Yo te esperaré.
FIN
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