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Máter

  • Foto del escritor: Steff Acosta Pitta
    Steff Acosta Pitta
  • 5 ago 2021
  • 6 Min. de lectura

“¿Saben algo de nosotros los amigos que perdimos?

¿Saben que siguen vivos entre nosotros cuando nos sentimos felices?

¡Ah! La imagen de mi madre nunca me abandona

cuando estoy sentada, al atardecer entre sus hijos,

que son los míos, que me rodean como si fuera ella misma”.

-Las desventuras del joven Werther, Johann W. von Goethe (1774)


Cuando mi madre murió no pensé que mi infancia hubiera terminado por culpa de una irremediable enfermedad ajena. Así que cuando eventualmente heredé la misma marca, la impresión no fue tremenda y acepté con calma y resignación esta batalla con la muerte. Sabía que no ganaría, que mi final estaba decidido desde los primeros síntomas. Mientras veo a mi montón de niños que son mis hijos, recuerdo que no hace mucho ellos eran mis hermanos; que yo era una hija más entre una bola de diablos, y que también yo lloraba a la mujer postrada en la cama que en ese momento no era yo.

Acepté sin resentimientos abandonar mis días tranquilos por unos llenos de obligaciones y trabajo duro. Hacer las camas, lavar la ropa, preparar los alimentos para esas seis criaturas hambrientas y también servir a mi padre, porque es difícil no dejar de servir cuando eres una mujer que no puede ir a la escuela, que aquí nació y aquí ha de morir. Mi padre llora desconsolado. Tiene miedo. Esto ya lo vivió no hace mucho.

-No llores y escucha bien lo que he de decirte. Cuando me muera tienes que casarte. Encuentra una mujer que no sea enfermiza, busca la más rolliza y también la más amorosa. Una que esté dispuesta a quererte a ti y a todos estos niños. Una que los mire y piense que también son suyos. También dale hijos, pues seguramente deseará los propios. Eres viejo, busca una mujer joven y sana que también te cuide a ti. Yo no creo que alguno de estos niños se te vaya a morir. Por suerte todos son escuincles que se convertirán en hombres, y el doctor dijo que esta enfermedad sólo ataca a las hijas débiles.


-Pero tú ni siquiera eres una mujer todavía, y mira cómo has quedado.- a mi padre se le escurren las lágrimas y le tiemblan las manos que sostiene fuertemente contra las mías.

Al pie de la cama, todos esos niños se pasan las manos por los ojos ya muy rojos de tanto llorar. Hasta el más pequeño, que no puede entender lo que pasa, berrea como loco, tiene la nariz roja y sus fluidos le han manchado su ropa antes limpiecita. Yo, antes de perder la movilidad de estas dos piernas, dejé lista y ordenada la casa porque eso es lo mismo que hizo mi madre. Está bien ser dedicado en la vida no porque vayamos a disfrutar mucho de ella, sino porque vamos a hacer que los demás vivan de la mejor manera posible, con nuestro esfuerzo. Eso es lo que ella decía.

Ayer, antes de saber que no podría levantarme, lavé la ropa blanca y la tendí al sol toda la mañana. La planché y la doblé con mucho esmero, como si una parte de mí ya supiera que esas tareas me serían imposibles de realizar el día de hoy. Por eso me siento satisfecha. A veces Dios nos da el tiempo justo para entregarnos a su descanso eterno después de cuidar a los que amamos. Aunque lo cierto es que me habría encantado ir a la escuela y no ser como toda esta gente devota, lo cierto es que no dejo de ser como ésta u otra gente.

Yo soy una madre. Antes de que la mía partiera de este mundo, me dejó encargada la llavecita del cofre con todos los ahorros. Ella me dijo que sólo yo podría administrar ese dinero y que no había tenido tiempo de explicarme cómo usarlo con sabiduría pero que Dios me ayudaría a pensar con prudencia y yo acepté de inmediato, sabiendo que no solamente me entregaba la llave de ese cofrecito, sino también a su familia.

-Mira, ya no llores. Lo bueno es que hay un montón de mujeres en este mundo que van a tener piedad de ti y de tus hijos, porque vivimos en este pueblo donde todos conocen a todos y esta historia no se le va a escapar a nadie. Yo moriré como una santa y de ti han de decir que vives como un mártir después de sufrir la muerte de tu esposa y de tu hija.- le digo a mi padre que ha caído en fuertes convulsiones de llanto al darse cuenta de que ya casi no puedo abrir bien los ojos. Siento cómo los niños se me aferran a los brazos que ya no puedo mover tampoco.

-¿Por qué hablas como ella si eres una niña?

-Porque yo soy ella. Porque somos lo mismo. Yo, de estos niños, también soy madre. Y no soy tu esposa pero cuando ella murió yo me transformé en ella. La responsabilidad me fue traspasada cuando falleció pero ahora he de volver a su lado. Tú también lo harás, y también estos niños, cuando sea el momento. Pero para eso falta mucho, fíjate.

-No es tan fácil ser la persona que no se puede marchar, es difícil siempre ver a otros partir ¿Por qué no puedo irme yo que ya he vivido más que tú?

-No digas tonterías. Si tú te mueres todos estamos perdidos, hasta yo que ya casi me muero ¿Quién va a darle de comer a los chiquillos? ¿Con qué dinero?

-Tú piensas que todo es dinero.

-Ojalá todavía pudiéramos tomar las cosas de este mundo sin deberle a nadie, pero de eso ya hace varios miles de años. Hay que ver las cosas como son. Estás así porque yo soy el universo de esta familia. O mejor dicho, yo soy el sol, como dijo el maestro del pueblo antes de que yo dejara de ir a la escuela. Que el sol es el centro del universo y todos los planetas giran alrededor. Tú crees que no vas a poder vivir sin mí cuando me apague pero es mentira. Tienes que seguir girando, tienes que seguir avanzando. No lo hagas por tus hijos pero hazlo por ti. Eso le hubiera gustado a mi madre, que ya tiene rato que se apagó. Con el tiempo te vas a dar cuenta de que no tiene caso quedarte solo, que puedes seguir con vida y procurarles una más decente a estos niños. Pon atención, que nunca vivimos para nosotros mismos.

-Pero ya estoy cansado de seguir perdiendo las cosas que amo.

-Ganarás otras, tú hazme caso. He sido feliz y ahora estoy más cerca de Dios. No. Ahora me siento como Dios. Por eso tengo que irme. Y acuérdate de lo que te dije. A veces pienso que no puedes hacer nada más que trabajar y proveer pero es mentira. Claro que puedes hacer más. Sólo que tienes miedo y por eso necesitas apoyarte de un buen tronco.

-Pero yo debería ser el tronco.

-No seas burro.

-No seas burra. Claro que yo debería ser más fuerte para que todos se apoyen sobre mí. Porque soy tu padre y el de estos niños.

-¿Nomás porque eres hombre? Ojalá todos pudiéramos ser así de fuertes pero no lo somos. Esta rama que soy yo y la rama que fue mi madre es muy frágil y quebradiza. Nunca echamos bien las raíces en la tierra y por eso nuestro árbol no creció como debería pero allá afuera hay muchos árboles bien sanitos. Nunca pienses que no hay más árbol para ti. Tú mismo no eres uno completo. Busca ese árbol, te digo. Y ahora vete, que Dios me llama. Saca a los niños, no puedo moverme pero puedo escucharlos. Diles que ya voy a dormirme y que hacen mucho escándalo.

-No. Nos quedamos contigo, que no seas necia.

-Que no seas necio tú.

-Vamos a despedirte como a ella porque tú también eres su madre.

-Bueno, pero no lloren mucho, quiero que me entierren con ella y luego se vayan. Y no vuelvan a echarme flores ni nada de eso hasta que tengas una nueva mujer ¿me oíste? No me prendas ni una veladora. Y si no haces lo que te digo entonces te jalo las patas en la noche.

-Está bien, ya no seas majadera.

-Ya me voy, diles que ya tengo mucho sueño.- no escucho muy bien ya todo lo que pasa a mi alrededor pero siento los labios de mis criaturas en las mejillas y en la frente. Apenas y puedo escucharles sollozar y enseguida me invade un frío terrible que no había sentido ni cuando me caí al río.

A pesar de que me rindo ante la muerte porque no hay más remedio, siento que le he ganado toditas las partidas, porque uno nunca deja permanentemente este mundo. Mi madre y yo seguimos conectadas incluso después de morir ella, de morir yo. En el futuro, otra mujer llegaría a procurarles un camino a mis hijos. Me siento feliz de que siempre existan estos cuerpos con vientres, y que estemos todas unidas por esta vida que damos y esta muerte que recibimos.

FIN


"Maternidad", por Benjamin Lacombe (2016)

 
 
 

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