Una escritura simple pero simbólica
- Steff Acosta Pitta
- 2 oct 2024
- 9 Min. de lectura
Fue a los 8 años cuando escribí mi primer relato corto para mi clase de español. Aunque ya no conservo el cuaderno, recuerdo perfectamente de qué trataba. La profesora nos había encargado escribir una historia basándonos en cuentos de los hermanos Grimm y a mí se me ocurrió relatar uno basado en un sueño reciente. Mis amigas y yo adentrándonos en un bosque para llegar a una casa llena de dulces semejante a la de la bruja de Hansel y Gretel. Sorteábamos diversos obstáculos, pero al final el lobo de Caperucita Roja nos perseguía y nos devoraba a todas. Una por una. No fue una historia con final feliz, incluso recuerdo haber dibujado nuestros cuerpecitos sin vida tirados en el bosque y un lobo satisfecho de lograr su cometido, todo esto con fines ilustrativos.
A mi maestra no le gustó esa historia. No obstante, al menos cumplió con el objetivo de acumular puntos para una evaluación sumativa bimestral. Aunque la tarea era de una cuartilla, yo recuerdo haber escrito mucho, mucho más. Era imposible relatar mi sueño al pie de la letra si no contaba con, por lo menos, cuatro cuartillas de mi diminuta letra. A mis amigas les leí la historia en el recreo con mucha emoción, actué los diálogos frente a ellas y algunas se animaron a leer sus propias líneas.
Aquel cuento les pareció muy entretenido y hasta gracioso. No se tomaban a pecho leer sobre su propia muerte porque comprendían mi ficción. Probablemente porque, así como yo, pensaban que un relato basado en la lucha por la supervivencia estaba cargado de emociones intensas de las cuales carecíamos en nuestra vida diaria. Después de todo, lo más sorprendente que podía ocurrirnos a esa edad era congelarnos el cerebro por sorber raspado de grosella demasiado rápido. En la historia todas nos sacrificábamos como heroínas para salvar a las demás. En aquel momento de mi infancia, entregar la vida por alguien amado me parecía un fin supremo. Además, lo que deseaba transmitir en ese cuento era cómo a veces la gente se esfuerza y se entrega por completo a algo, aunque los resultados no siempre sean los más favorables.
De todas formas, antes de escribir, amaba leer. La razón tras mi pasión encarnizada recaía sobre mi incapacidad para los deportes. Aunque mi cuerpo infantil rebosara de energía, una deficiencia en mis talones no me permitía hacer educación física. Nunca corrí ni participé en juegos con mis compañeros de escuela hasta los 10 años y para entonces ya era más lenta que el niño más asmático de mi generación. Un auténtico caracol. Si bien aquello coartó muchas de mis experiencias y la oportunidad de relacionarme con mis pares, se me concedió el beneficio de tener un aula solo para mí durante una o dos horas, dos veces por semana (lo que duraba la clase), y el montón de libros del rincón de lectura se encontraron siempre a mi entera disposición.
El primer libro completo que leí bajo estas circunstancias fue una recopilación de cuentos de terror para niños. A pesar de olvidar el título, la portada con un Frankenstein de piel azulada sobre un fondo amarillo llamaba mucho mi atención. Absolutamente todas las historias me parecían excelentes, aunque la gran mayoría trataban temas ajenos al terror. Algunos eran relatos cortos sobre robots que se enamoraban de personas y espíritus temerosos de la oscuridad. Aquello me atrapó de una forma completamente diferente, pues no se parecían en nada a los cuentos clásicos que me compraba mi mamá.
Sabía que había encontrado mi lugar especial cuando en vez de mirar con tristeza por la ventana a mis compañeros jugando futbeis, yo me devoraba nuevos cuentos y pedía más en la biblioteca. De repente, esas horas eternas de la clase de deportes pasaron a significar apenas unos cuántos minutos frente a un libro y ya no me alcanzaba el tiempo. Quizás ahí fue cuando empecé a amar los libros de verdad y comenzaron a cocinarse finales distintos en mi mente.
Mi mamá siempre impulsó en mí el hábito de la lectura. Solía comprar enciclopedias de animales, de geografía, de ciencias, monografías de México y más temas en paquetes de varios tomos a los vendedores que tocaban a la puerta cada mes. A pesar de que nada de lo que yo leía en esos libros me parecía interesante, estaba obligada a leer por lo menos un capítulo por día y a llevar un registro de las lecturas antes de dormir. Incluso si mi primer acercamiento real a la lectura fueron las enciclopedias, los cuentos de terror me habían salvado de odiarla por el resto de mi vida.
No fue hasta mi último año de secundaria, cuando empecé a subir mis historias en blogs de internet y foros. Sorprendentemente, escribir se había vuelto para mí un puente para conectar con muchas personas de diferentes ciudades y países. Como siempre tuve problemas para interactuar con personas en mi entorno escolar (una forma menos dura de admitir que era objeto de bullying), me alegraba llegar a casa todos los días, con el cabello pegado a la frente por el sudor de llegar corriendo, deseosa por encender la computadora y abrir mi bandeja de mensajes. Mi prioridad siempre era la misma: necesitaba saber qué opinaba la gente sobre mis historias de larga duración y cuáles eran sus teorías sobre el futuro de mis personajes.
Después, durante la preparatoria yo apenas comía y dormía porque escribía como si no hubiera un mañana. Continué trabajando en mis historias cuyos capítulos se alargaban gradualmente. Siempre terminé todas mis historias, jamás me atreví a dejar algo a medias. Tenía muchísimas ideas, la cantidad lectores aumentaba con el paso de los meses e incluso me enviaban mensajes a mi celular o me llamaban directamente por teléfono para agradecerme o felicitarme. Ese tipo de conexión en una época donde el internet no estaba tan avanzado y los lectores realmente se preocupaban por mí me parecía increíble. Con el tiempo se volvieron grandes amigos y aún mantengo contacto con algunos de ellos.
Por aquella época estaba tan obsesionada con la escritura que mis calificaciones bajaron mucho y estuve a punto de perder un semestre tras reprobar matemáticas. De las ciencias exactas yo nunca he entendido mucho y tampoco tenía interés; pero sobre las letras me hallaba sedienta de conocimiento. Aún si mi desempeño en las clases de literatura era deficiente, situación impulsada por mi naturaleza introvertida y penosa, nunca me animé a participar por voluntad propia. Con todo, siempre me sentí inspirada por los movimientos literarios que estudié y de los cuales logré empaparme un poco. Además, lo leído eventualmente influenció y enriqueció gratamente mi escritura.
En mi vida real de adolescente siempre mantuve un perfil bajo y creo que solo pude sobrellevar mi falta de presencia porque en algún rincón del internet mis textos causaban gran sensación. Un buen día, era la escritora más leída de un foro y tenía cientos de comentarios. La persona que había creado en la virtualidad se hacía presente con cada actualización y siempre generaba múltiples respuestas positivas, mi relación con los usuarios se fortaleció e incluso una de aquellas amigas viajó hasta mi ciudad para conocerme en persona. Hoy sé perfectamente que las emociones experimentadas y los encuentros del destino que viví durante ese tiempo solo fueron posibles gracias a mi pasión por la escritura.
Durante este periodo de explosión creativa, jamás tuve dudas antes de lanzarme a escribir. Mi único objetivo era abrir el grifo de las ideas y crear páginas y páginas en el procesador de textos sin detenerme. Por esta razón, me conmovía profundamente que a muchos kilómetros de distancia alguien me leyera con atención, viera a través de mí y me escribiera diciéndome que se sentía igual. Sin duda, mis años dorados ocurrieron entre mis 15 y mis 18 años. Tres años de trayectoria literaria bajo dos seudónimos en uno o dos foros en línea hoy me parecen muy poco. Los foros ya ni siquiera existen. Viéndolo con 12 años de diferencia, a veces creo que mi experiencia con la escritura duró apenas lo que tarda un fuego artificial en estallar y desaparecer del cielo.
Luego de eso me esforcé por seguir escribiendo relatos cortos pero cada vez era más difícil. Tenía tanto que deseaba contar, pero mi grifo mental dejó de escupir pensamientos a borbotones hasta convertirse en finos hilos de ideas a medio construir y posteriormente transformase en miserables gotas, palabras sin coherencia y sin un fin. Y luego nada. Desde entonces me siento como un jarrón que alguna vez contuvo muchas flores y del que ahora solo permanecen los tallos marchitos.
Por un lado, sé que mis relatos durante mi época más prolífera eran el reflejo de mi enfado contra el mundo, contra mis circunstancias, la evidencia de mi tristeza y todo lo que me parecía que estaba mal en mi pequeño sistema de creencias. A falta de un acompañamiento psicológico (pues ni siquiera sabía cómo ni dónde pedir ayuda), vertí en todas esas noches de desvelo mis inconformidades, pulsando teclas a diestra y siniestra, de manera totalmente improvisada. Por otro lado, me sorprendía la cantidad de amor que era capaz de comunicar con mis escritos, aunque por dentro me sintiera infinitamente sola. No todo en mi mente era oscuro y pesimista, existía también la esperanza, el optimismo y fuertes deseos por un mejor mañana. En el fondo, deseaba inyectarle a la gente un poco del ánimo del que yo misma carecía y de alguna forma estaba funcionando. Junté valor. Sentía que, al provocar una reacción favorable en mis lectores, yo también me empapaba de todo lo bueno, como si algún dios me perdonara por poseer sentimientos horribles en mi corazón.
Ahora solo me deprime un poco creer que es necesario para alguien como yo vivir en constante sufrimiento para activar mi creatividad, desarrollarla al máximo y ponerme a escribir. De ser posible, me gustaría crear algo digno con un corazón tranquilo y lleno de confianza en sí mismo. Por supuesto no es como que, de repente, he dejado de sentirme ajena a las personas y a mi entorno y ahora soy completamente feliz. Tan solo he cicatrizado algunas de mis heridas más profundas y me siento un poquito más en paz con el mundo. Ya no quiero escribir algo tan personal y llorar amargamente en el proceso, como solía hacer a mis 16 años. Ya no considero que la escritura sea sinónimo de dolor.
Ahora tengo a alguien que me escucha y me guía para encontrar por mí misma las respuestas a todas mis preguntas y sé que no necesito volver a sentirme desdichada para retomar mi pasión más grande. Es solo que me resulta muy difícil, tanto como retomar el deporte tras una infancia sedentaria. Cuando empecé a vivir en carne propia los romances ingenuos de mis historias, creí que mi escritura crecería y maduraría conmigo y que mis parejas me brindarían la inspiración necesaria. Mi error fue esperar recibir de otros las herramientas para construir mi literatura, en lugar de ser yo mi propia inspiración.
Hace dos años me propuse volver a escribir como antes e inicié una nueva novela, pero quizás debo entender que no puedo ni quiero volver a ser la misma persona doliente. Sé que muy en fondo aún tengo mucho por decir pero hallar el medio adecuado para reencontrarme con mi estilo personal exige adaptar nuevas creencias que se contradicen con mi yo del pasado. Es decir, ya no puedo volver a ser esa niña que sufre por todo en silencio al mismo tiempo que escupe con amargura un torrente de incoherencias esperando ser leída y comprendida por otros rostros anónimos en la red algún día. Ahora deseo ser una mujer que tiene claro hacia donde quiere llegar con su escritura, pero me falta carácter.
Hace un par de días me encontré a mi profesor de español y literatura de la secundaria. Me preguntó casi de inmediato por qué ya no escribo y me dieron muchas ganas de llorar. Pensé que ya no me importaba ser ese jarrón de tallos marchitos porque igual ya no tenía nada significativo que compartir con el mundo. En mi círculo, hay muy pocas personas que me hablan con firmeza, me comunican la importancia de dejar de poner mis deseos únicamente en palabras y me incitan a tomar acciones reales. Aún conservo el cuento que hice para una de sus tareas en primer año. Era un escrito donde incluimos símbolos del tarot. En la retroalimentación, me dijo que a mis trece años ya estaba grandecita para andar escribiendo sobre príncipes y princesas. Me molesté mucho porque en aquella etapa de mi vida tenía todo el sentido del mundo sentirme atraída por la fantasía ¡y hasta por la bondad de los hombres! Otra fantasía. Sin embargo, también me hizo comentarios positivos sobre el uso de La Rueda de la Fortuna en una escena de mi relato y lo realmente simbólico que era en ese momento de la historia, aunque lo escribiera sin darme cuenta.
Creo que nuestro reencuentro fue así de simbólico también, 15 años después. En cuanto lo vislumbré por la calle tuve el impulso de alcanzarlo y hablarle, preguntarle si aún se acordaba de mí después de tanto tiempo. Si no lo hubiera abordado ¿estaría intentando cambiar mi relación con la escritura el día de hoy? Quizás uno tiene que aferrarse a los pequeños reencuentros para retomar lo que ha dejado atrás.
Actualmente, la escritura es simple pero simbólica. Tú tienes talento.
Eso fue lo que dijo mi maestro ese día. Intento convencerme de ello desde que nos volvimos a ver. Al fin y al cabo, mi escritura no tiene por qué ser compleja ni pretenciosa. No importa qué tan sencillo sea lo que tenga para decir, qué tan básico sea el vocabulario, qué tan repetitivas sean las construcciones gramaticales de mis textos o lo mucho que un conjunto de palabras evidencie la escasez de mis vivencias o de mi bagaje cultural. En realidad, solo basta con que mis creaciones resuenen en alguien más tal y como lo hicieron hace 15 años.
Ahora tengo la urgencia de crear algo fácil de reconocer en donde sea, en cualquier cultura, espacio o tiempo. Ambiciono con ser capaz de transmitir un sentimiento universal así como era importante para mí la idea de sacrificarme por mis seres queridos a los 8 años, o de tener el valor de subir a una rueda de la fortuna para intentar cambiar mi destino a los 13 años. Sigo sin saber qué quiero comunicar al mundo a mis 30 años, pero no importa. Solo tiene que ser algo simple, muy simple, pero simbólico.

Cherry and Olive- Benjamin Lacombe (2007)
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