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Volver a leer y leer de verdad

  • Foto del escritor: Steff Acosta Pitta
    Steff Acosta Pitta
  • 17 jul 2022
  • 5 Min. de lectura

Hace aproximadamente seis años que dejé de leer. En el sentido más estricto de la palabra: Leer por placer y seguir apilando libros en mis libreros.

Ahora, casi todos los que se apilan tienen ya más de 10 años, las hojas están amarillentas, los lomos gastados. Entre ellos hay libros que leía con avidez en repetidas ocasiones durante mi infancia y que no soltaba hasta verlos completamente destrozados.

Cuando pienso en ello, en las horas que pasaba leyendo sin parar, sin perder la concentración, siento una envidia enorme. Siendo sincera, en mi infancia y juventud yo apenas y he tenido problemas domésticos comunes. Y si tenía, no había mejor manera de deshacerme de ellos, de apretujarlos como libros viejos que ya nadie quiere leer en un mueble destinado a perecer a manos de las polillas, que leyendo alguna trilogía que mantuviera mi interés latente.


La última vez que leí un libro con avidez y con las mismas ganas de escapar de mí misma fue una novela de Hermann Hesse, titulada Lobo Estepario. Mi madre, que nunca ha disfrutado de la lectura, me había enfrentado respecto a mi primera relación sexual y no se me ocurrió otra cosa más que decirle lo que yo había aprendido en ese libro. Se lo cité casi, en ese tiempo mi memoria era muy buena especialmente para las cosas que me interesaban o que calaban mi corazón en un texto. Le respondí temblorosa que las personas vivíamos todas con un montón de máscaras. Máscaras de felicidad y de tristeza, de valor y de temor, y que en los momentos menos esperados nos poníamos una máscara que ni siquiera creíamos poseer, algo desconcertante pero real, como si uno fuera por la vida experimentando en carne propia una serie de personalidades que no creíamos tener, y que yo había descubierto una de todas esas máscaras, una que me permitía vivir mi sexualidad libremente por primera vez.


Enmudeció enseguida. Por aquellos tiempos mi relación con mi madre era realmente mala. Le temía, le resentía, y a veces le odiaba. Odiaba que no pudiéramos entendernos nunca. Pero aquel día, aunque no estoy muy segura si entendió lo que quise decirle, pues ella no conocía a Hesse, ni al Lobo Estepario, y al parecer tampoco me conocía bien a mí, asintió ligeramente y se tranquilizó.

Al final de ese día recuerdo haber pensado que ese libro me había salvado del sermón interminable de la virginidad, de la pérdida de mi valor como mujer, de la rabia de una madre que, de repente, había perdido el control, por primera vez, de algo que creía que le pertenecía por derecho. De una extensión de su propio cuerpo.


Y después de Hesse recuerdo que un par de años después, leyendo un texto de Hiromi Kawakami, Los amores de Nishino se llamaba el libro, tomé la decisión de separarme por primera vez de una pareja. En este punto pareciera que los libros habían dictado en mayor o menor medida, parte de mis decisiones en la vida pero no fue así. En ese periodo de tiempo, en el puente que se extendía de Hesse a Kawakami, no hubieron otros libros que me impulsaran a nada, pues realmente en todo ese tiempo no recuerdo haber cogido un solo libro por placer.


Le atribuí ese cambio de hábito al cansancio de la vida laboral, a mi falta de interés por el mundo de la ficción y mi creciente deseo por vivir experiencias reales, con personas que podía ver y tocar, y a prácticamente el deseo desenfrenado de salir de la jaula de oro que construyeron para mí y que se estaba convirtiendo en una prisión.


No obstante, aunque en los últimos años de mi veintena he intentado algunas veces sentarme a leer como antes, no había podido. Siempre sentía el deseo apremiante por distraerme con otra cosa y al final terminaba leyendo algo con gran dificultad, recordando apenas lo que había pasado dos páginas atrás, con la cabeza llena de problemas que eran míos y otros que para nada me pertenecían. Pensando siempre en el pasado, siempre, siempre en qué cosas pudieron ser distintas en situaciones tan ridículamente remotas como mi mismo nacimiento.

Todos esos recuerdos e ideas se apilaban cada vez que quería concentrarme en leer en paz ¿Por qué pasaba eso? ¿Por qué ya no podía disfrutar de desconectarme del mundo a través de una buena lectura? Los cómics me resultaban más sencillos de digerir porque las imágenes me ayudaban a no pensar en nada más que en textos breves e imágenes que transmitían mucha información. Pero hasta el contenido de los mismos no demandaban una fuerte concentración de mi parte, así que se sentía como ingerir un alimento que había sido previamente masticado, lo único que necesitaba era tragarlo sin más.


Con todo esto, había llegado a pensar que mis días de lectora y qué no decir de mis días de escritora, habían terminado. Una noche, incapaz de dormir y totalmente resignada, llegué a pensar que mi imaginación se había terminado, hasta ahí llegaba mi capacidad. Ahora, frente a mí, ya solo se podían extender los muros grises y fríos de la vida adulta y la responsabilidad del quehacer cotidiano. Eso era todo.

Sin embargo, recientemente, tuve la urgencia de volver a leer. Aunque en mi librero se apilen varios volúmenes nuevos sin tocar, sentí la necesidad por leer algo que no estuviera ahí. Me refiero a la necesidad de recorrer una librería, tocar los lomos, hojear curiosamente entre títulos de personas que no he leído jamás, y la sensación de pagar en efectivo a un encargado para obtener un producto a cambio de manera tácita, esa sensación inmediata de intercambio personal de un bien por otro que no me brindarán nunca los pedidos en tiendas virtuales.


De regreso a casa ese día tuve un poco de miedo al desgarrar el plástico transparente del libro, pues pensé que sería una pena que no pudiera terminarlo después. Que al igual que muchos otros libros, movida por un mero impulso, hubiera tirado mi dinero otra vez. Mi sorpresa fue que el libro me gustó, me gusta, de hecho todavía no lo termino pero ya tengo la urgencia de escribir. Extrañaba mucho la sensación apremiante en el pecho de poner en mis propias palabras los sentimientos y las emociones que me invaden cuando leo algo que me llega al corazón.

Los libros, después de todo, me ofrecían en mi adolescencia la oportunidad de obtener nuevas experiencias y plasmar las mías, inspiradas por la ficción creada por otras personas. Me sentí aliviada por no haber perdido ese rasgo tan característico de mí. Sigo siendo la misma persona que quiere seguir soñando con escribir, escribir sobre cualquier cosa, especialmente sobre aquello que me desnuda el alma tras confirmar que alguien, en un universo real o ficticio, sintió algo parecido. Parecido a lo que me ha hecho sentir amada y despreciada, prisionera y libre, cansada y llena de energía, hundida en una tristeza profunda y motivada a escalar una montaña.


El alivio se extiende hasta el momento mismo en el que redacto estas líneas. Aunque no se parezcan en nada a un relato o a una novela. Se siente como volver a empezar. Después de esto ya no creo que vaya a comenzar libros que ya no vaya a terminar.













 
 
 

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